MEMORIAS
de CACTULO.
Era la época del
Happy Lora, el gran boxeador costeño que
no solo vencía sus rivales sino que jugueteaba con ellos en el ring; bicicletas, puños en molinos y un juego de cintura que le
permitía esquivar una seguidilla de
golpes pegado a las cuerdas, eso era genial. Después de cada pelea del happy que veíamos con ansias en un televisor a blanco y negro de baterías
que había traído una tía de Venezuela, Salía con mis primos al patio de la
finca a lanzar golpeas al aire, alumbrados por el reflejo de la lámpara de
petróleo y la luz de la luna. Mientras los mayores hablaban de la pelea y
representaban los movimientos mas
relevantes del combate, yo por ser de los menores y de menor talla, me ponía a practicar con mi
tío francisco, que fuera de enseñarme lo
básico de la defensa, se divertía con un movimiento de hombro todo raro, antes
de cada amague, hasta ponerme los cachetes rojos.
Casi Todos en el
colegio soñábamos con ser boxeadores o tener alguna profesión a fin, el patio donde disfrutábamos los descansos se había
convertido en una replica de las Vegas nevada, era muy cómico el asunto, habían
maestros de ceremonia, modelos para los asaltos, referís, manager y entrenadores, entrabamos a los salones de clase sudorosos y
revolcados con los pómulos rojos y uno
que otro con los ojos hinchados, era prohibido boxear con los puños cerrados,
así que una velada boxística escolar era un tunda de cachetadas. No recuerdo si fue antes o después que
apareció la novela Gallito Ramírez
protagonizada por Carlos vives y Margarita rosa de francisco ,quien quedó bautizada la niña Mencha a raíz del
éxito, así que tirar trompadas era una
pasión que se alimentaba con los triunfos del happy y los capítulos de Gallito Ramírez
, con mis amigos de salón aprendimos a
cantar a todo pulmón el coro estelar de la novela como si fuera un himno” yo voy a triunfar, yo seré el mejor,
romperé fronteras, me iré de esta tierra para volver como un gran campeón”.
Después que
terminaba mis labores diarias, tanto escolares como los oficios que me
encomendaba la abuela, como traer agua
de un pozo de agua cristalina que
quedaba metido entre un bosque denso, recoger la basuras que ella amontonaba en
distintos lugares cada tarde, o la bendita asoleada de los puños de arroz, me iba
bajo el ciruelo a darle puño a un saco de arena que había acomodado en una rama, hacia flexiones despecho, cuclillas y saltaba a la cuerda, movimientos
de cintura, así como practicaba Gallito Ramírez, así como esquivaba golpes el
happy lora.
Me imaginaba
muchas cosas, que era el gran campeón de Colombia, que viajaba por el mundo y
que Martha Isabel, mi compañera de salón
era una especie de Niña Mencha que se moría
por mí y disfrutaba mis triunfos, solo Martha Isabel lograba alejarme del
cuento del boxeo en los descansos, había días que prefería perseguirla para
jalar le el moño y luego intentar escapar de sus palmadas, o quedarme en el
salón sentado frente a ella, era un
ritual del cual vine hacer consiente con los años, por que lo hicimos muy
seguido, y eran actos espontáneos, podíamos estar haciendo cualquier cosa, y en
un instante estábamos en silencio compenetrados en nuestras miradas, estoy
seguro que inventamos eso de mirarse a los ojos por un lapso de tiempo sin
pensar en nada sin musitar
palabras, mucho antes de que Marina Abramovic se inventara su famoso performance, estábamos entre los diez y once
años, nunca hablamos de ser novios ni nos dimos besos, pero en alguna parte de
mi ser ella era mi novia.
En esos días mi
abuela me había dicho que mi madre vendría por mi en diciembre, por unos panfletos que amanecieron pegados a
los postes del pueblo donde mencionaban al viejo, se habían ido hacia casi un año a buscar
fortuna a otra región del país, estaba
confundido quería estar con mis padres, con mis hermanos, pero sentía que podía
perder mi oportunidad de ser boxeador, decían que iban amontar una academia en
el pueblo y Martha Isabel, que tal sino la volvía a ver, y la abuela y el
abuelo y mi tío, eso si que me pegaba
duro.
Casi toda mi
infancia estuvo repartido entre ellos, la finca de mi abuelo quedaba cerca del
pueblo, cuando mis padres trabajaban lejos yo me quedaba con ellos, todas las
mañana iba a la escuela y llevaba la leche en mi burro Catulo, el burro más
rápido y mañoso de toda la región, era un bribón, si de apostar carrera se
trababa era una flecha, parecía sufrir de un ego gigante ese animal, nunca perdió una carrera mientras yo fui su
piloto, pero si de trabajo extra se trataba era un garbimba, en la mañana cuando
iba la pueblo era una Bleizer, paserito, buen paso, buen animo, igual que al regreso
del medio día, hay si tocaba era frenarlo por que arrancaba
todo galope paresia feliz, pero vuélvalo a llevar al pueblo, ay si sacaba lo
majadero y agresivo, si uno se descuidaba,
mordía, pateaba, mi abuelo le
daba con el zurriago, me ayudaba amontar y lo azuzaba para sacarlo del patio y
ponerlo en el camino real, pero al menor descuido metía la cabeza entre las
manos y se revolcaba con uno encima. Quise mucho a ese animal, y sentí mucho dolor cuando
a los años pregunté por él y mi tío me dijo que se lo habían robado los gitanos
para dárselo de comer a los leones de un
circo.
Una de esas
tantas tarde que iba de regreso montado en mi burro, me encontré con un señor y
su hijo nunca los había visto por allí,
montaban un burro negro, el hombre iba en la angarilla o montura y el niño en
el anca, recuerdo que el señor tenia
bien marcados los rasgos indígenas, de
baja estatura, ojos rasgados y bigote insípido, aunque se me escapan otros
detalles de su físico, se que le faltaba un diente o lo tenia podrido, me preguntó
si había visto la pelea del Happi Lora el fin de semana, entablamos una
conversación sobre el tema, el niño me miraba sin decir nada. Una replica del papá, cabello lizo quemado por el sol, casi a los hombros, pero
en la frente un corte a la atura de las
cejas, los que tenían ese cabello nosotros le decíamos chinos, era un chinito,
se me escapa de la memoria como estaba
vestido, creo que llevaba una pantaloneta y un suéter azul, el hombre descalzo
y con sombrero, con un garabato largo en la mano con la que hurgaba los
jamelgos al burro para hacerlo andar más rápido.
Cuando llegamos
un arenal por donde pasaba un arroyuelo cristalino, que podía saltarse de un
paso, me dijo, tu sabes boxear? Claro que si conteste con ínfulas, se quedó en
silencio y dijo estoy seguro que este pelao te gana, el niño sonrió recuerdo bien su dentadura
blanca y pareja y me mostró el puño,- esta muy pequeño dije, tu no me ganas
dijo el niño y se tiró del burro y trazó
una línea en la arena. es pan comido me dije, me iba a dejar correr de semejante enano
si había vencido a otros más grandes que yo, me bajé, amarré al Catulo a un
lado del camino y me puse en posición de
combate, la guardia bajita por la estura
del contrincante y una pierna adelante para maniobrar mejor, puedo decir que me
cansé de lanzar golpes a diestra y siniestra e intentar esquivar sin éxito todos sus ataques, todos los juegos
de cintura propios del happy fallaron, a la media hora me subí al burro con la
desilusión de no haberle pegado siquiera un golpe en los cachetes, sin el de la honrilla y a mi me ardía la cara,
estaba punto de llorar, pero me llené de
dignidad, tomamos el camino iban
riéndose, mas bien burlándose, el señor cantaba un canción de un gallo fino sin
contrincante, estuve apunto de bájeme otra vez y morderlo si era preciso, pero
guardé silencio e chino me había
intimidado aculillado seria la palabra más precisa, en un momento lo volví a
mirar y le pregunte con malicia¿ ese burro corre?, no me vieron ni en las
curvas. Cactulo, campeón, champión, arrow, vuela más que el viento…
Fue mi primera
pelea perdida por humillación, las otras habían sido por decisión, pero me afectó
poco, estaba animado a continuar y guardarme el secreto de la tunda para
mantener mi prestigio. Mi madre había
llegado antes de que se acabará la ultima semana de clase, sin aviso, sin
tiempo para despedirme de un montón de
cosas, y antes de que pudiera objetar me vi montado en un bus, con la certeza
de que seria un viaje sin regreso, allá se quedó mi ilusión de ser boxeador, mi
ritual inconcluso con Martha Isabel, mis
carreras de burro, y la calidez de los abuelos. Un escritor dijo alguna vez que
la casa de uno es precisamente la casa de la infancia y yo estoy totalmente de
acuerdo con esa tesis.