domingo, 11 de mayo de 2014

MEMORIAS  de CACTULO.

Era la época del Happy Lora,  el gran boxeador costeño que no solo vencía sus rivales sino que jugueteaba con ellos en el ring; bicicletas,  puños en molinos y un juego de cintura que le permitía  esquivar una seguidilla de golpes pegado a las cuerdas, eso era genial. Después de cada  pelea del happy que veíamos con ansias  en un televisor a blanco y negro de baterías que había traído una tía de Venezuela, Salía con mis primos al patio de la finca a lanzar golpeas al aire, alumbrados por el reflejo de la lámpara de petróleo y la luz de la luna. Mientras los mayores hablaban de la pelea y representaban los movimientos mas  relevantes  del combate, yo  por ser de los menores  y de menor talla, me ponía a practicar con mi tío francisco,  que fuera de enseñarme lo básico de la defensa, se divertía con un movimiento de hombro todo raro, antes de cada amague, hasta ponerme los cachetes rojos.
Casi Todos en el colegio soñábamos con ser boxeadores o tener alguna profesión a fin,  el patio donde disfrutábamos los descansos se había convertido en una replica de las Vegas nevada, era muy cómico el asunto, habían maestros de ceremonia, modelos para los asaltos, referís,   manager y entrenadores,  entrabamos a los salones de clase sudorosos y revolcados  con los pómulos rojos y uno que otro con los ojos hinchados, era prohibido boxear con los puños cerrados, así que una velada boxística escolar era un tunda de cachetadas.  No recuerdo si fue antes o después que apareció la  novela Gallito Ramírez protagonizada por Carlos vives y Margarita rosa de francisco ,quien  quedó bautizada la niña Mencha a raíz del éxito,  así que tirar trompadas era una pasión que se alimentaba con los triunfos del happy y los capítulos de Gallito Ramírez ,  con mis amigos de salón   aprendimos a  cantar  a todo pulmón  el coro estelar  de la novela como si fuera  un himno” yo voy a triunfar, yo seré el mejor, romperé fronteras, me iré de esta tierra para volver como un gran campeón”.
Después que terminaba mis labores diarias, tanto escolares como los oficios que me encomendaba la abuela, como traer agua  de un pozo de agua cristalina  que quedaba metido entre un bosque denso, recoger la basuras que ella amontonaba en distintos lugares cada tarde, o la bendita asoleada de los puños de arroz, me iba bajo el ciruelo a darle puño a un saco de arena que  había acomodado en una rama,  hacia flexiones despecho,  cuclillas y saltaba a la cuerda, movimientos de cintura, así como practicaba Gallito Ramírez, así como esquivaba golpes el happy lora.

Me imaginaba muchas cosas, que era el gran campeón de Colombia, que viajaba por el mundo y que Martha Isabel, mi compañera  de salón era una  especie de Niña Mencha que se moría por mí y disfrutaba mis triunfos, solo Martha Isabel lograba alejarme del cuento del boxeo en los descansos, había días que prefería perseguirla para jalar le el moño y luego intentar escapar de sus palmadas, o quedarme en el salón  sentado frente a ella, era un ritual del cual vine hacer consiente con los años, por que lo hicimos muy seguido, y eran actos espontáneos, podíamos estar haciendo cualquier cosa, y en un instante estábamos en silencio compenetrados en nuestras miradas, estoy seguro que inventamos eso de mirarse a los ojos por un lapso de tiempo sin pensar en  nada sin musitar palabras,  mucho antes de que Marina Abramovic se inventara su famoso performance, estábamos entre los diez y once años, nunca hablamos de ser novios ni nos dimos besos, pero en alguna parte de mi ser ella era mi novia.
En esos días mi abuela me había dicho que mi madre vendría por mi en diciembre,  por unos panfletos que amanecieron pegados a los postes del pueblo donde mencionaban al viejo,  se habían ido hacia casi un año a buscar fortuna a otra región del país,  estaba confundido quería estar con mis padres, con mis hermanos, pero sentía que podía perder mi oportunidad de ser boxeador, decían que iban amontar una academia en el pueblo y Martha Isabel, que tal sino la volvía a ver, y la abuela y el abuelo y mi tío, eso si que  me pegaba duro.
Casi toda mi infancia estuvo repartido entre ellos, la finca de mi abuelo quedaba cerca del pueblo, cuando mis padres trabajaban lejos yo me quedaba con ellos, todas las mañana iba a la escuela y llevaba la leche en mi burro Catulo, el burro más rápido y mañoso de toda la región, era un bribón, si de apostar carrera se trababa era una flecha, parecía sufrir de un ego gigante ese animal,    nunca perdió una carrera mientras yo fui su piloto, pero si de trabajo extra se trataba era un garbimba, en la mañana cuando iba la pueblo era una Bleizer, paserito, buen paso, buen animo, igual que al regreso del  medio día,  hay si tocaba era frenarlo por que arrancaba todo galope paresia feliz, pero vuélvalo a llevar al pueblo, ay si sacaba lo majadero y agresivo, si uno se descuidaba,   mordía, pateaba,  mi abuelo le daba con el zurriago, me ayudaba amontar y lo azuzaba para sacarlo del patio y ponerlo en el camino real, pero al menor descuido metía la cabeza entre las manos y se revolcaba con uno encima.  Quise mucho a ese animal, y sentí mucho dolor cuando a los años pregunté por él y mi tío me dijo que se lo habían robado los gitanos para  dárselo de comer a los leones de un circo.

Una de esas tantas tarde que iba de regreso montado en mi burro, me encontré con un señor y su hijo  nunca los había visto por allí, montaban un burro negro, el hombre iba en la angarilla o montura y el niño en el anca, recuerdo que el señor  tenia bien marcados los rasgos indígenas,  de baja estatura, ojos rasgados y bigote insípido, aunque se me escapan otros detalles de su físico, se que le faltaba un diente o lo tenia podrido, me preguntó si había visto la pelea del Happi Lora el fin de semana, entablamos una conversación sobre el tema, el niño me miraba sin decir nada.  Una replica del papá, cabello lizo  quemado por el sol, casi a los hombros, pero en la frente un corte  a la atura de las cejas, los que tenían ese cabello nosotros le decíamos chinos, era un chinito, se me  escapa de la memoria como estaba vestido, creo que llevaba una pantaloneta y un suéter azul, el hombre descalzo y con sombrero, con un garabato largo en la mano con la que hurgaba los jamelgos al burro para hacerlo andar más rápido.
Cuando llegamos un arenal por donde pasaba un arroyuelo cristalino, que podía saltarse de un paso, me dijo, tu sabes boxear? Claro que si conteste con ínfulas, se quedó en silencio y dijo estoy seguro que este pelao te gana,  el niño sonrió recuerdo bien su dentadura blanca y pareja y me mostró el puño,- esta muy pequeño dije, tu no me ganas dijo el niño y se tiró  del burro y trazó una línea en la arena. es pan comido me  dije, me iba a dejar correr de semejante enano si había vencido a otros más grandes que yo, me bajé, amarré al Catulo a un lado del camino  y me puse en posición de combate,  la guardia bajita por la estura del contrincante y una pierna adelante para maniobrar mejor, puedo decir que me cansé de lanzar golpes a diestra y siniestra e intentar esquivar  sin éxito todos sus ataques, todos los juegos de cintura propios del happy fallaron, a la media hora me subí al burro con la desilusión de no haberle pegado siquiera un golpe en los cachetes,  sin el de la honrilla y a mi me ardía la cara, estaba punto de  llorar, pero me llené de dignidad,  tomamos el camino iban riéndose, mas bien burlándose, el señor cantaba un canción de un gallo fino sin contrincante, estuve apunto de bájeme otra vez y morderlo si era preciso, pero guardé  silencio e chino me había intimidado aculillado seria la palabra más precisa, en un momento lo volví a mirar y le pregunte con malicia¿ ese burro corre?, no me vieron ni en las curvas. Cactulo, campeón, champión, arrow, vuela más que el viento…

Fue mi primera pelea perdida por humillación, las otras habían sido por decisión, pero me afectó poco, estaba animado a continuar y guardarme el secreto de la tunda para mantener mi prestigio.  Mi madre había llegado antes de que se acabará la ultima semana de clase, sin aviso, sin tiempo para despedirme de un montón  de cosas, y antes de que pudiera objetar me vi montado en un bus, con la certeza de que seria un viaje sin regreso, allá se quedó mi ilusión de ser boxeador, mi ritual  inconcluso con Martha Isabel, mis carreras de burro, y la calidez de los abuelos. Un escritor dijo alguna vez que la casa de uno es precisamente la casa de la infancia y yo estoy totalmente de acuerdo con esa tesis.


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